El verano insípido. Así se titularía este verano si se tratara de una novela o una canción. Ya lo sé, todavía queda septiembre, con sus alegrías inesperadas de última hora. Y además, siempre me he negado a colgar el cartel de 'cerrado el verano' hasta que no terminan las fiestas de la Mercè de Barcelona. Pero no les tengo muchas esperanzas puestas...
Aunque suene imposible, este verano me ha parecido peor que el anterior. Me da la sensación que la pandemia se ha llevando poco a poco la alegría de vivir. Y con ello, la ilusión, esa actitud vital que da a la existencia un filtro cálido, vibrante, y que nos motiva a emprender cosas nuevas. Esa falta de ilusión es la que he observado entre algunas de mis amistades, y en algunos momentos, en mí misma.
Dicen que vivir atascado en el pasado nos lleva a la nostalgia; y que vivir con la mente en el futuro, a la angustia. Vivir en el presente, en el aquí y el ahora, parece la única solución viable.
Eso intento hacer, pero cuando el presente se ha vuelto tan insípido como un plato de verdura sin sal, no sé que deciros... La vida adulta a veces tiene etapas que transcurren por caminos angostos, al borde de precipicios, donde el vacío existencial amenaza con tragarnos. Caminar con anteojeras, con la vista puesta en lo que tenemos justo delante, es la mejor manera de vencer esos tramos peligrosos del camino.
Este post me está quedando demasiado intenso para un verano, lo sé. Estoy perdiendo la costumbre de escribir en este blog y me siento un poco torpe.
Todo para deciros que a pesar de ser un verano insípido, estoy aprendiendo a vivir más anclada en el presente; a reconocer los buenos momentos cuando llegan para atraparlos y -como cantan los Marialluïsa- hacer que pasen lentos. Como el fin de semana que pasé en la playa con mis sobrinos. O esa noche en las fiestas de Gràcia, en la que volvimos a bailar de nuevo en un concierto, con una alegría desatada y torpe por la falta de costumbre.