foto: Erich Hartmann
Septiembre le ha colado una semana al agosto, pero el buen tiempo regresará. Además estos últimos años el septiembre está siendo el mejor mes del verano. Sí, soy consciente que esta afirmación suena a herejía; aunque me pone mustia que vaya anocheciendo cada día más temprano y los plátanos de Gran Vía empiecen a expulsar hojas ocres.
El domingo llegué a Barcelona cuando ya era de noche y con más de una hora de retraso. Mi historia "de amor" con Renfe nunca tendrá fin. But nevermind, ahora me tomo esas faltas flagrantes de puntualidad con más filosofía. Bien, la verdad es que ahora, si el tren llega con más de 15 minutos de retraso, te lo compensan regalándote otro billete igual gratis, así que la tardanza se hace más llevadera. Gracias a esas impuntualidades ya he viajado dos veces sin sacarme la cartera. Me siento como cuando era pequeña y encontraba la palabra gratis en los palos de los helados (una vez llegué a comerme tres Colajet seguidos gratis).
A pesar los indeseables de Renfe y Adif, me encanta viajar en tren. Ahora en verano, la parte de línea que sigue la costa está llena de vida; de aquí seis meses, el mismo paisaje estará impregnado de esa tristeza que se apodera de los lugares abandonados.
Cuando el tren llega al mar dejo mi lectura y enciendo el iPod: el mundo con música es un lugar mejor. Me preparo para mi sesión de cine, o mejor dicho de zapping, porque las imágenes de la ventana cambian a un ritmo tan frenético que cuesta engancharse a sus historias. Cazo al azar la estampa de un niño que hace despegar su cometa-pájaro. ¿Conseguirá mantenerla en el aire? No lo sabré, mi atención ya se ha posado en el beso fugaz de unos enamorados que contemplan el mar desde el paseo. En un camping, unos jubilados juegan a la petanca: una pelota plateada sale al vuelo en una parábola perfecta. Más allá, una pandilla de amigos charlan sentados delante de una roulot, mientras las toallas mojadas cuelgan de unos tendederos improvisados entre los árboles. Nunca he ido de camping, ¿me gustaría?
Son las 19.45 y el capvespre ("atardecer") -cómo me gusta esta palabra- lo envuelve todo con esa luz dorada y tierna, que hace resurgir lo más bello de las cosas. La sombra del tren, en forma de gusano gigante, se dibuja veloz en las fachadas de los bloques de apartamentos que amurallan los pueblos de costa.
Por culpa de unas obras, el trayecto habitual del tren se altera y cogemos la vía del interior. Adiós al mar, a la costa agreste del Garraf, y a esa playa medio escondida que me trae recuerdos del mejor invierno de mi vida.
Mi mirada, entonces, se prepara para nuevos paisajes y la ventana empieza a ofrecerme imágenes inéditas: un pequeño río escondido entre el boscaje, hileras infinitas de viñas sobre colinas ondulantes, tristes fábricas de cemento que parecen salidas de un film post-apocalíptico... Pero la excitación de lo nuevo decae y caigo dormida.
Con una hora de retraso llego a Sants. Tras las taquillas de validación, me espera Id sentada y absorta por la lectura de un libro. La observo unos segundos, ella todavía no lo sabe pero por fin he llegado.