A ratos ruidosa como una multitud, a ratos silenciosa y fría como la muerte, la lluvia nos sigue acompañando desde hace cuatro días. Esta sucesión interminable de pequeñas agujas acuosas tiene el poder, por acumulación, de arruinar una fiesta. Pero esta vez no me ha importado. Hace años que la celebración de la ermita de mi pueblo ha dejado de emocionarme. Cuando era niña, ese día disfrutaba explorando la montaña con mis amigos. Ahora, ha pasado a ser un día más de comilona en familia pero en versión campestre.
La lluvia en primavera no me disgusta tanto como en otoño; tal vez porque vamos de cara al verano y la considero una molestia necesaria para que llegue el buen tiempo. Además la lluvia me predispone al recogimiento y a la reflexión, y eso le ha venido bien a mi efervescente cabeza. También he aprovechado para leer; en mi mesa se acumulan los libros pendientes, y eso que estoy leyendo tres a la vez.
Por fin me he acostumbrado a mis gafas nuevas y ya me reconozco cuando me veo en los espejos. A mí madre, cosa que no me esperaba, le han gustado mucho. Dice que ahora luzco "más moderna".
Ella y mi padre llegaron el viernes de su primer viaje del Imserso. Mi padre disfrutó de la experiencia, pero mi madre ya ha asegurado que éste ha sido su primer y último viaje, dice que no está para estos trotes. Como una gran nube negra, la negatividad de mi madre siempre está dispuesta a tapar el sol más radiante. Me exaspera su pesimismo. Creo que por eso -y por supervivencia- he desarollado un sentido del optimismo tan acusado.
Por mi parte, le expliqué lo del concurso de relatos y que quedé finalista. La respuesta de mi madre: ninguna. Ese silencio, en su caso, es más positivo que negativo: mi madre es parca en halagos pero generosa en la crítica. Y aunque hace tiempo que he asumido que nunca podré satisfacerla, ni ser la hija que ella esperaba, una parte de mí -cada vez más menguante- sigue esperando que algún día se sienta orgullosa de mí.