martes, 15 de noviembre de 2016

we come from the same place



Ayer Id y yo cumplimos siete años. Ante semejante acumulación temporal admito que siento cierta aprensión. Pero no me malinterpretéis: no es por pánico al compromiso, o a sentirme presa, sino porque la rapidez incontrolada con la que se han sucedido estos años me da vértigo. El tiempo pasa demasiado deprisa! 
Aunque suene a tópico ñoño -como le dije a Id- cada día que pasa siento que la quiero más, así que no me asusta la cantidad, mientras la calidad continúe siendo igual de buena.

Ayer, depués de cenar en uno de nuestros restaurantes favoritos, subimos hasta Montjuïc a contemplar la superluna ("me la imaginaba más grande"). Desde la escalinata que culmina con el Palau Nacional de Montjuïc se tiene una panorámica nocturna de la ciudad muy hermosa. Barcelona iluminada, se despliega bajo tus pies. En ese silencio que acompaña la contemplación, sientes vibrar la ciudad con esa energía que conozco tan bien y que ya siento tan mía. Entonces recordé algunos de los momentos e instantes vividos durante estos siete años. Recuerdos que se encuentran esparcidos por tantas calles, plazas, playas y rincones de la ciudad, que en cierto modo, se podría decir que Barcelona también forma parte de nuestra relación. Somos pues un trío?

Paradójicamente, ya celebramos nuestro aniversario hace un semana huyendo de ella y su "mundanal ruido". Por fin Id y yo disponíamos de unas vacaciones juntas, así que fuimos a pasar unos días a la Vall de Boí, en los Pirineos. Conozco poco las montañas, siempre me he considerado más de mar, aunque tras esta experiencia eso podría cambiar. 
La belleza del otoño, con sus brumas y el espectáculo cromático de los bosques con el cambio de hojas es apabullante. Emoción que los reflejos en estanques y lagos pirenaicos multiplican por dos.


Cuando vuelvo de un viaje me cuesta verbalizar la experiencia de inmediato. Es como si necesitara que toda la experiencia vista, olida, sentida y oída reposara y fermentara para transformarse en recuerdos, para que adoptara forma y orden.
A pesar de la lluvia y una niebla que se deslizaba fluida entre las hondonadas, nos lo pasamos genial. Id se hartó de hacer fotos (hacía tiempo que no la veía disfrutar tanto con la cámara); subimos a las montañas, a los lagos, hicimos senderismo, nos entusiasmamos con las vistas del valle... El último día el sol y la nieve hicieron acto de presencia para sorprendernos con nuevos paisajes y temperaturas.



Visitamos iglesias románicas: pequeñas, pero igualmente espectaculares. Pensar que esos muros y campanares de piedra hace tantos siglos que aguantan estoicamente las inclemencias del tiempo y los años me hace sentir pequeña e insignificante. Ahí estaban antes de que naciera y ahí seguirán cuando me haya ido.


El tiempo es finito, y aunque nos hubiéramos quedado una semana más, las malditas obligaciones y sus rutinas nos reclamaban de vuelta. 
Partimos con pena y con un arcoíris (todo muy gay) en el cielo. Pero al vislumbrar las primeras luces de Barcelona me invadió esa sensación extraña de orgullo que experimentamos al volver a casa después de un viaje. "No hay nada como el hogar" que diría Dorothy... pero es necesario partir para experimentarlo. Nomadismo vs. sedentarismo, otro eterno dilema. 
Sea como sea, me alegró volver porque era la primera vez que Id y yo, las dos juntas, regresábamos juntas a "nuestra casa". Y esa sensación de pertenencia es tan nececesaria como la de libertad.